ESTELA, HUELLA, RECUERDO... IMPRESIONES...



Miles de millones
Carl Sagan

Este nuevo mundo puede ser más seguro si se le explican los peligros de los males del antiguo
 
John Donne,
An Anatomic of the World.
The First Anniversary (1611)

Hay un determinado momento del ocaso en que la estela de los aviones cobra un tono rosado. Si el cielo está libre de nubes, su contraste con el azul circundante es inesperadamente maravilloso. El Sol ya se ha puesto y en el horizonte resta un resplandor bermejo que indica por dónde se ha ocultado.
Pero el reactor vuela tan alto que sus ocupantes todavía pueden ver el Sol, por completo rojo antes de ponerse. El agua que sale de sus motores se condensa de inmediato. A las temperaturas gélidas de tales alturas, cada motor deja atrás una estela lineal semejante a una nube, iluminada por los rojizos rayos del Sol en su ocaso.
A veces se entrecruzan las estelas de varios aviones, trazando en el cielo una especie de escritura. Cuando los vientos son altos, las estelas se dispersan pronto, y en vez de una fina línea surge una vaga tracería, larga, difusa e irregular que se disipa en cuanto uno la contempla. Si observamos la estela recién formada, a menudo podremos ver el minúsculo objeto del que emana. Muchas personas no son capaces de distinguir alas ni motores: sólo un punto en movimiento un tanto separado de la estela que origina. Cuando oscurece, con frecuencia se advierte que el punto es luminoso. Hay allí un resplandor blanco. A veces también un destello rojo o verde, o ambos.
En ocasiones me pongo en la piel de un cazador-recolector (o incluso en la de mis abuelos cuando eran niños) que mira al cielo y contempla esas pavorosas y terribles maravillas del futuro. De todo el tiempo que los seres humanos llevamos en la Tierra, sólo en el siglo XX hemos hecho acto de presencia en el cielo. Aunque el tráfico aéreo en la parte septentrional del estado de Nueva York, donde yo vivo, es indudablemente más intenso que en muchos lugares del planeta, difícilmente hay un sitio en la Tierra donde, al menos de vez en cuando, uno no pueda ver nuestras máquinas escribiendo sus misteriosos mensajes en el cielo, que durante tanto tiempo consideramos dominio exclusivo de los dioses. La tecnología ha cobrado unas proporciones para las que, en lo más íntimo de nuestros corazones, no estamos ni mental ni emocionalmente preparados.
Un poco más tarde, ocasionalmente consigo distinguir entre las estrellas que empiezan a asomar una luz móvil, a veces muy brillante. Su resplandor puede ser fijo o parpadeante. A menudo se trata de dos luces en tándem. No hay rastro de cola cometaria. Hay momentos en que el 10 % o el 20 % de las «estrellas» que consigo ver son artefactos cercanos creados por el hombre, y que por un instante pueden confundirse con soles ardientes e inmensamente remotos. Sólo de vez en cuando, y horas después del ocaso, logro distinguir un punto de luz, por lo general muy tenue y de movimiento sutil y lento. He de asegurarme primero de que deja atrás una estrella y después otra, porque el ojo humano tiende a suponer que cualquier punto luminoso, aislado y envuelto por las tinieblas está desplazándose. Éstos no son aviones: se trata de naves espaciales. Hemos construido máquinas que dan una vuelta a la Tierra cada hora y media. Si son especialmente grandes o reflectantes se las puede reconocer a simple vista. Viajan muy por encima de la atmósfera, en la negrura del espacio circundante, a tanta altura que desde allí podría verse el Sol aunque aquí abajo sea noche cerrada. A diferencia de los aviones, carecen de luz propia. Como la Luna y los planetas, simplemente reflejan la luz solar.
El cielo comienza no muy lejos de nuestras cabezas. Abarca la delgada atmósfera de la Tierra y, más allá, la inmensidad del cosmos. Hemos creado máquinas que surcan esas regiones. Estamos tan acostumbrados y aclimatados a su presencia que a menudo no llegamos a reconocer hasta qué punto constituye una hazaña mítica. Más que cualquier otro rasgo de nuestra civilización técnica, estos vuelos, ahora prosaicos, son el símbolo de los poderes que ya poseemos. Pero con los grandes poderes llegan las grandes responsabilidades.
Nuestra tecnología se ha hecho tan potente que -consciente e inconscientemente- estamos convirtiéndonos en un peligro para nosotros mismos. La ciencia y la tecnología han salvado miles de millones de vidas, han mejorado el bienestar de muchas más y han transformado poco a poco el planeta en una unidad anastomósica, pero al mismo tiempo han cambiado tanto el mundo que la gente ya no se siente cómoda en él. Hemos creado toda una gama de nuevos demonios: difíciles de ver, difíciles de comprender, problemas no resolubles de manera inmediata (y, desde luego, no sin enfrentamiento con quienes ejercen el poder). Aquí, más que en cualquier otro ámbito, resulta esencial una comprensión de la ciencia por parte del público. Muchos científicos afirman que existe un peligro real si se siguen haciendo las cosas como hasta ahora, que nuestra civilización industrial constituye una trampa explosiva. Sin embargo, resulta muy costoso tomar en serio advertencias tan horrendas. Las industrias afectadas perderían beneficios. Aumentaría nuestra propia ansiedad. Hay muchas y buenas razones para desoír esas voces. Tal vez los numerosos científicos que nos previenen de la inminencia de catástrofes sean unos agoreros. Quizás amedrentar a los demás les proporcione un perverso placer. Tal vez no sea más que una manera de conseguir subvenciones oficiales. Al fin y al cabo, otros científicos dicen que no hay nada de qué preocuparse, que tales afirmaciones no están demostradas, que el medio ambiente se curará solo. Como es lógico, ansiamos creerles. ¿Quién no? Si tienen razón, nos aliviarán de una inmensa carga. Así que no nos precipitemos. Seamos cautelosos. Procedamos lentamente. Asegurémonos primero. Por otro lado, es posible que quienes nos tranquilizan acerca del medio ambiente sean como Pollyannas* o tengan miedo de enfrentarse con los que asumen el poder o quieran gozar del apoyo de los beneficiarios del expolio del medio ambiente. Así que démonos prisa; arreglemos las cosas antes de que sea tarde. ¿A quién hay que escuchar?
Existen argumentos a favor y en contra que implican abstracciones, invisibilidades, conceptos y términos no familiares. A veces incluso se aplican palabras como «fraude» o «engaño» a las predicciones funestas. ¿Cómo puede ayudar aquí la ciencia? ¿Cómo puede informarse el individuo medio de lo que está en juego? ¿No sería posible mantener una neutralidad desapasionada pero abierta y dejar que los contendientes se peleen, o aguardar a que las pruebas resulten absolutamente incuestionables? Al fin y al cabo, las afirmaciones extraordinarias requieren una demostración extraordinaria. ¿Por qué, en suma, aquellos que, como yo mismo, predican el escepticismo y la cautela acerca de algunas afirmaciones extraordinarias arguyen que otras del mismo carácter deben ser tomadas en serio y consideradas con urgencia?
Cada generación piensa que sus problemas son singulares y, en potencia, fatales, y aun así cada generación ha dado paso a la siguiente. Todo tiene, pues, solución...
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* Pollyanna, la protagonista de la novela (1913) del mismo título de Eleanor Porter, se caracteriza por su optimismo ciego e ilimitado. (N. del T.)
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4 comentarios:

  1. Me ha encantado esta entrada en todos los sentidos y el final no puede ser más esperanzador.

    Me alegra palpar este optimismo que te aflora, estimada Borraeso.

    Un fuerte abrazo

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    1. No soy un pesimista. Percibir el mal allí donde existe es, en mi opinión, una forma de optimismo.
      Roberto Rossellini

      Un millón de besos, Luis...

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  2. Y un pesimista, casi siempre resulta ser un optimista bien informado :)
    A mí, también me encanta esta entrada.

    Besos. Un montón.

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  3. También dicen que un optimista es un pesimista mal informado, pero (y pensando en positivo) se dicen tantas y tantas cosas...

    Un montón de besos, cristal00k.

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