LEYENDO COSAS DEL COLE...

El calamitaeróstato
José Antonio Panero


Miguelín Leiroso Castañeira tenía por lo menos cincuenta años, pero todo el mundo le llamaba Miguelín porque cuando se sentaba en la silla del bar para echar la partida con los amigos le quedaban los pies colgando. Miguelín era de cerca de Lugo y tenía la cabeza llena de inventos. Cuando era más joven, inventó un reloj que detenía de vez en cuando el tiempo. La cosa estaba muy bien, porque, mientras no corría el tiempo, ni los viejos envejecían ni se cortaba la leche ni se pudría la fruta. Pero los enfermos y los que tenían dolor de muelas y los niños que querían crecer deprisa protestaron y Miguelín acabó vendiendo el reloj a un afilador ambulante que no quería morirse nunca.


Miguelín siempre estaba inventando cosas, aunque algunas no servían para nada. Una vez inventó una vaca sin cuernos que tenía la piel a franjas blancas y azules; además, no daba leche y tenía los ojos amarillos, como los gatos.
-¿Y para qué queremos una vaca así? -le preguntaron los vecinos.
-¡Ah, yo qué sé! -contestó Miguelín-. A mí me gusta, porque bebe estrellas.
Y era verdad: todas las noches la vaca aquella salía de los corrales y se iba derecha al pilón de la fuente a beber las estrellas que se reflejaban en la superficie del agua, y no paraba hasta que se las había bebido todas. Así, noche tras noche. Cuando llevaba bebida media Vía Láctea, el alcalde dijo que aquello no podía ser, que la vaca iba a dejar el pueblo a dos velas y que a ver a dónde iban a mirar los vecinos las noches de verano, cuando salían con las sillas a las puertas de las casas para tomar la fresca y charlar. Entonces, Miguelín le regaló la vaca a un holandés que pasó haciendo el Camino de Santiago. Como los holandeses entienden mucho de vacas, el peregrino estaba encantado y pensaba llevársela a Holanda a la vuelta de Compostela; pero a la vaca le gustaba el cielo de Galicia y antes de llegar a Palas do Rey pegó un brinco, se subió a la mochila del holandés -que quedó, el pobre, medio desriñonado- y desde allí, de otro brinco, ¡zas!, se plantó cerca de la Osa Mayor. Allá arriba, en las praderas del cielo, la vaca se puso a pastar luceros y polvo de estrellas, hasta que se volvió fosforescente.

A veces Miguelín inventaba cosas que ya estaban inventadas. Un domingo estaba con los amigos jugando al tute en el bar y sin venir a cuento dijo:
-El martes voy a inventar la pólvora.
Los amigos siguieron concentrados en las cartas, como si nada. Pero al rato uno le replicó:
-Eso ya lo han inventado los chinos ni se sabe hace cuánto, Miguelín. Inventa otra cosa.
Miguelín quedó callado un momento, balanceando las piernas en el hueco de las patas de la silla.
-Bueno, pues entonces... ¡arrastro! -contestó. Y cantó las cuarenta.

A lo largo de su vida, Miguelín Leiroso Castañeira inventó una barbaridad de cosas, pero su invento más memorable fue el calamitaeróstato.
-¿El calamita... queeé? -preguntaron sus amigos cuando les habló por primera vez de la extraña máquina.
-Calamitaeróstato -repitió Miguelín sin la menor vacilación.
-¿Y eso qué es? -quisieron saber los amigos.
-Un globo-imán que navega por los aires con la sustancia de la que están hechos los sueños -explicó el inventor.
Como los amigos seguían sin entender una palabra, Miguelín los llevó a su casona de piedra para que pudieran ver con sus propios ojos el genial artefacto. Tenía la apariencia de un pequeño globo aerostático, aunque muy singular: la envoltura, blanquísima y brillante, no era de tafetán, sino de plumón de ganso, que Miguelín había sacado de los dos edredones heredados de su abuela. Con sedal había hecho la red que recubría el globo y las cuerdas de sujeción. La barquilla de pasajeros era un cesto de vendimiar en el que sólo había el espacio justo para los instrumentos de navegación y para un aeronauta en cuclillas.
-Ahora lo que necesito son sueños frescos -dijo Miguelín-. Los sueños son el gas más ligero que existe en el universo.
Los amigos se miraron unos a otros, interrogantes. Pero como lo querían bien y confiaban en él, hicieron lo que el inventor les pedía: durante varios días, a primera hora de la mañana, todos los vecinos del pueblo desfilaron por casa de Miguelín para descargar sus sueños en el calamitaeróstato. Uno a uno, metían la cabeza por la boca del globo y contaban en voz baja el sueño que habían tenido la noche anterior. Si alguien no se acordaba de lo que había soñado, podía inventar el sueño; eso también valía.
A medida que el globo de plumón se iba llenando de sueños, su volumen aumentaba y la red que cubría la envoltura se tensaba cada vez más. Por fin, un sábado por la tarde, el calamitaeróstato parecía una gigantesca bombilla de plumas a punto de reventar.
-¡Gracias, gracias, amigos, ya está, ya está...! -exclamó, lleno de júbilo, Miguelín, mientras se apresuraba a subir al cesto de vendimiar que hacía de barquilla. El calamitaeróstato se tambaleó un poco de izquierda a derecha y, de improviso, ¡fuuum!, empezó a ascender por el aire. Entonces un vecino se dio cuenta de algo en lo que nadie había reparado.
-¡Miguelín, no llevas lastre! -gritó.
El inventor se asomó al borde del cesto, que había superado ya la altura del tejado de la casa, y a voces respondió:
-¡No lo necesito! ¿Por qué crees que se llama calamitaeróstato? ¡Este es un globo-imán, mira!
Los vecinos oyeron primero un ruido de viento fuerte y después vieron, asustados, cómo la tierra temblaba y de debajo de la tierra salían fusiles oxidados, pistolas, granadas sin explosionar y restos de metralla de la vieja guerra, que volaron, como atraídos por un potentísimo imán, hasta el cesto del calamitaeróstato. El globo cabeceó un poquito con el lastre de las armas y perdió altura, pero Miguelín frotó las manos debajo del gas de los sueños y de nuevo la máquina ascendió por los aires.
-¡Ese sí que es un invento, Miguelín! ¡Acaba con todas las guerras! -le gritó uno de sus amigos desde abajo.
-¡Sí, Miguelín, inutilízales las metralletas y los tanques! -dijo otro.
-¡Y vuelve pronto...! -corearon todos a grito pelado.
Pero Miguelín Leiroso Castañeira no los pudo oír, porque su globo, aprovechando una corriente cálida, se elevó rápidamente a gran altura y desapareció entre las nubes.


.

4 comentarios:

  1. Es un texto estupendo que me recuerda algún cuento de Cunqueiro y de algún otro autor gallego. Espero que Miguelín no haya vendido la patente de ese fenomenal invento y pronto lo podamos ver por ahí compitiendo con los coches eléctricos.

    ResponderEliminar
  2. Entrañable relato. Me ha gustado mucho. Lo copio para leerlo y comentarlo en clase.

    Gracias, Borraeso

    Un montón de "esos" con "b",claro

    ResponderEliminar
  3. Me encanta! No lo conocía, muchísimas gracias por colgarlo aquí.

    Un besote de buenas noches!

    ResponderEliminar
  4. Por más que indagué, no hallé la patente, Dr. Krapp. El tiempo nos dirá qué fue de ese invento...
    Eso sí, como siempre, y esta vez con Cunqueiro, me has enseñado algo nuevo. Indagué un algo en su biografía y me encantó el hacerlo... Espero, con tiempo, poder leerlo...

    Esos también para ti, Luis, y un montón que te debo....

    Buenas noches, Darth... Besotes de buenas noches y aún mejores días!!!

    ResponderEliminar